martes, 9 de febrero de 2010


Clown
Un comentario acerca de los sin tierra

Por Rodrigo Alemany


Comienza el acto más difícil, la culminación de una carrera circense: deberá jugar con esferas encendidas, sobre una silla sostenida por un elefante, que estará a su vez sobre un cochecito multicolor y éste sobre un zanco de frágil madera. Piezas dispuestas al borde del abismo, en el tenebroso sendero del límite. Deberá, en síntesis, arrancar corazones expectantes, mezclar alegría y llanto.

Redoble de tambores, luz central coronando su espectáculo, silencio sepulcral. Hábilmente hace girar las estrellas de fuego sobre un frágil e inhóspito equilibrio. En realidad, la escena ha sido repetida muchas veces, alcanzando esa perfección que transforma anhelo en apatía. Orgulloso de sí, aumenta el impulso de sus brazos. Hace girar en invisibles órbitas la creación más perfecta de su oficio. Las esferas construyen una rueda enorme que gira en dirección contraria a los relojes. La infinitud del espacio se condensa en esa protosustancia. Pareciera que principio y fin desaparecen, creados e increados por aquel centro incandescente.

Pequeños temblores dibujan sus piernas absurdamente vestidas. Fragmentos de tela, rojos, morados, fluorescentes, cubren quizá un cuerpo demasiado viejo para ser visible. Su tronco está cubierto por un abrigo de terciopelo negro, con cientos de campanillas prendidas a la espalda. Su cara pintada sólo deja entrever la común e indescifrable lágrima. Es un payaso perfecto por el rostro que dibuja la memoria.

Tensa el cuerpo para concluir magistralmente y esperar la ovación invisible. Mágicamente, hace caer una esfera en el pie, apagada. Luego otra en el centro de su cara. Inalterable, forma una balanza inclinada con su cuerpo, como pétreo espantapájaros. Del proscenio sale corriendo una liebre perseguida por un perro, a ratos lejana de las fauces de su perseguidor, a veces cercana. Corren y saltan por encima de objetos abandonados, banquillos desvencijados, jaulas abiertas, triciclos, columpios con herrumbre y humedad de muchos años. Apunto de caer en las tibias garras, la liebre salta y se esconde bajo la silla. El elefante asustado intenta moverse, la base multicolor no soporta su peso, la madera del zanco se convierte en astillas.

¿Cómo pueden existir catástrofes al borde del abismo? Se pregunta nuestro personaje, con esa interioridad que para algunos es filosofía y para un payaso vanas palabras. Se levanta frágilmente, adolorido y sacude su disfraz. Observa la inmensa figura construida en el pasado. Sólidos en equilibrio burlando cualquier ley natural. Aquella balanza humana sobre piezas hoy destruídas. Luego avanza hacia el público que permanece en silencio. Sobre sillas pulcramente alineadas, reconoce al objeto de su oficio: innumerables esculturas con trazos secos y duros. Bocas pequeñas y tiesas, ceños fruncidos, cuellos cortos e irregulares. Imperturbable, camina hacia la entrada del circo. Delicadamente sacude su abrigo y percibe el sonoro destello de las campanillas. Sonríe.

La densa noche abre su cuerpo oscuro al ojo del caminante. Fuera del circo se extiende un desierto sin límites. Decide avanzar hacia el centro. Recuerda; la única certeza posible: no imitar el curso de los astros.