Clown
Un
comentario acerca de los sin tierra
Por: Rodrigo Alemany
Comienza el acto más difícil,
la culminación de una carrera circense: deberá jugar con esferas encendidas,
sobre una silla sostenida por un elefante, que estará a su vez sobre un
cochecito multicolor y éste sobre un zanco de frágil madera. Piezas dispuestas
al borde del abismo, en el tenebroso sendero del límite. Deberá, en síntesis,
arrancar corazones expectantes, mezclar alegría y llanto.
Redoble de tambores, luz
central coronando su espectáculo, silencio sepulcral. Hábilmente hace girar las
estrellas de fuego sobre un frágil e inhóspito equilibrio. En realidad, la
escena ha sido repetida muchas veces, alcanzando esa perfección que transforma
anhelo en apatía. Orgulloso de sí, aumenta el impulso de sus brazos. Hace girar
en invisibles órbitas la creación más perfecta de su oficio. Las esferas
construyen una rueda enorme que gira en dirección contraria a los relojes. La
infinitud del espacio se condensa en esa protosustancia. Pareciera que
principio y fin desaparecen, creados e increados por aquel centro
incandescente.
Pequeños temblores dibujan sus
piernas absurdamente vestidas. Fragmentos de tela, rojos, morados,
fluorescentes, cubren quizá un cuerpo demasiado viejo para ser visible. Su
tronco está cubierto por un abrigo de terciopelo negro, con cientos de
campanillas prendidas a la espalda. Su cara pintada sólo deja entrever la común
e indescifrable lágrima. Es un payaso perfecto por el rostro que dibuja la
memoria.
Tensa el cuerpo para concluir
magistralmente y esperar la ovación invisible. Mágicamente, hace caer una
esfera en el pie, apagada. Luego otra en el centro de su cara. Inalterable,
forma una balanza inclinada con su cuerpo, como pétreo espantapájaros. Del
proscenio sale corriendo una liebre perseguida por un perro, a ratos lejana de
las fauces de su perseguidor, a veces cercana. Corren y saltan por encima de
objetos abandonados, banquillos desvencijados, jaulas abiertas, triciclos,
columpios con herrumbre y humedad de muchos años. Apunto de caer en las tibias
garras, la liebre salta y se esconde bajo la silla. El elefante asustado
intenta moverse, la base multicolor no soporta su peso, la madera del zanco se
convierte en astillas.
¿Cómo pueden existir
catástrofes al borde del abismo? Se pregunta nuestro personaje, con esa
interioridad que para algunos es filosofía y para un payaso vanas palabras. Se
levanta frágilmente, adolorido y sacude su disfraz. Observa la inmensa figura construida
en el pasado. Sólidos en equilibrio burlando cualquier ley natural. Aquella
balanza humana sobre piezas hoy destruidas. Luego avanza hacia el público que
permanece en silencio. Sobre sillas pulcramente alineadas, reconoce al objeto
de su oficio: innumerables esculturas con trazos secos y duros. Bocas pequeñas
y tiesas, ceños fruncidos, cuellos cortos e irregulares. Imperturbable, camina
hacia la entrada del circo. Delicadamente sacude su abrigo y percibe el sonoro
destello de las campanillas. Sonríe.
La densa noche abre su cuerpo
oscuro al ojo del caminante. Fuera del circo se extiende un desierto sin
límites. Decide avanzar hacia el centro. Recuerda; la única certeza posible: no
imitar el curso de los astros.
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